La tortilla francesa de Joaquín Schmidt

26 de May de 2025

Hola María

Sólo fueron dos huevos, aceite y sal. Tres simples ingredientes que se convirtieron en un plato que hacía tiempo que no disfrutaba tanto. En mis manos se hubieran convertido en algo banal, pero en las del cocinero Joaquín Schmidt mutaron en la mejor tortilla francesa que he probado jamás.

La historia comienza durante el transcurso de una entrevista, en la que casi por curiosidad le pregunté por esa fijación de los jefes de cocina por examinar a sus pupilos preparando una simple tortilla. Schmidt empezó a hablar sobre la importancia de la calidad de los ingredientes, pero al final me soltó: «Mira, lo mejor es que te haga una en un momento y lo compruebas». Huevos a temperatura ambiente, algo crucial para el resultado final. Aceite de oliva virgen extra y una buena sal sin refinar. Y una sartén que no se debe pegar. Se dejan calentar un par de cucharadas de aceite y se vierten los huevos batidos en plan James Bond, es decir, agitados; nada de poner en marcha la centrifugadora. Se vierte, se remueve en el centro para que vaya cuajando y se inclina la sartén hacia adelante para ir envolviéndola con sumo cuidado. No vale hacer pliegues como si fuera hojaldre. El resultado, una tortilla cremosa con un sabor tan definido y redondo que ni en mis sueños más húmedos he conseguido emular.

Ese día probé en su restaurante varios platos más, como su versión del gazpacho y unas carrilleras de cerdo ibérico con una salsa ligeramente escabechada. Todo estaba para mojar un par de barras de pan, pero esa tortilla… ¡Ay, esa tortilla! Ya ha quedado grabada en el cajón de mi memoria, donde guardo recetas sencillas y a las que inevitablemente volvemos, sobre todo porque sus sabores nos anclan a nuestra historia y nos transportan a una despensa de aromas indelebles.

Hace tiempo que en muchos hogares no se cocina. Al abrir la puerta, ya no hay un aroma que envuelve toda la casa, que recuerda a una infancia de pucheros y platos de cuchara. Entre el trabajo, los desplazamientos, las extraescolares, el gimnasio… apenas queda tiempo para colocarse un delantal y preparar un potaje de garbanzos o unas lentejas de esas que después de tomarlas podrías salir desnudo en medio de la nieve sin notar el frío. Ahora lo que se lleva es comer o cenar frente al ordenador del trabajo. Habrá algunos, los más listos, que se hayan aprovisionado de fiambreras maternales, pero la inmensa mayoría recurre a la ensalada de supermercado.

Es más, el otro día me contaba una millenial que nunca ha visto encender la vitrocerámica de su casa. Que ella ha comido toda su vida en el colegio porque sus padres trabajaban todo el día e iban a restaurantes. Que por la noche, con todos en casa, lo que se colocaba encima de la mesa se había comprado en locales de comida para llevar. O se preparaba una ensalada. O, directamente, no cenaban. Y yo me pregunto: ¿no se está perdiendo ese ambiente que se crea en torno a una cocina y que nos llena de recuerdos que perdurarán toda la vida? Con lo que me gustan esos restaurantes que en invierno tienen en carta ollas de pueblo o sopas de fideos hechas con un caldo de esos que al cerrar la boca se te pegan los labios de la gelatina que llevan… O esos guisos elaborados con productos locales que te calientan el estómago y te transportan a otro tiempo.

Pero al final, lo que nos da vida es esa tortilla de patatas jugosa que, no os autoengañéis, no tiene nada que ver con esa empaquetada que tendría mejor uso como sujetalibros; o ese bocata de embutido con pimientosque esperabas con ansia en el recreo del colegio; o esa paella valenciana que mis amigos clavan cada vez que nos juntamos.

Mientras, yo sigo con mis caldos hechos de madrugada, con los guisos de legumbres y las salsas en las que mojar pan sin parar y continuaré cocinando memoria para mis hijos. Y, por supuesto, un día de estos me plantaré delante de Joaquín Schmidt para decirle que, por favor, me haga de nuevo una tortilla francesa.